Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
09.06.2000
TRIBUNA
No es mala carrera la de Vladímir Putin. Era un gris agente
del KGB dedicado aún hace poco más de un lustro, cuando la URSS no era ya sino
un mal recuerdo, a minar la seguridad de Occidente. Después se convirtió en el
presidente electo de Rusia por la gracia de Borís Yeltsin, de la "gran
familia" del Kremlin apadrinada por turbios magnates y de los
satisfactorios efectos de bombardeos masivos sobre ciudades chechenas. Del
presente mes de junio emergerá como el gran estadista aliado de Occidente,
garante de los intereses comunes de Moscú y Washington y los intereses
económicos de Berlín. Para entonces ya habrá visitado también Madrid, donde a
buen seguro se sacudirá de encima con habilidad las preguntas sobre los aún
ignotos avances en la investigación sobre la autoría de los atentados que
sirvieron para su más bien violenta campaña electoral en el Cáucaso. Muchos
creyeron en su día que Putin era otra improvisación más de aquel simpático y
atolondrado Yeltsin. Todos lo infravaloraron. Ya no. Fue capaz de dar a los
rusos lo que demandaban -es decir, "leña al checheno"- para generar
una autoestima que los aliviara de las humillaciones cotidianas. Ahora toca
hacer amigos fuera.
Lo está consiguiendo. Ha recibido a un Bill Clinton ya de
despedida y ha logrado crear la impresión de que hablaban de igual a igual,
máximos líderes de las dos superpotencias. Como en los viejos tiempos. El hecho
de que no sea cierto no merma su éxito. También ha agasajado a la cúpula de la
Unión Europea, con Prodi, Chris Patten y Javier Solana a la cabeza, para
olvidar los malentendidos de la guerra de los Balcanes y los de la de
Chechenia. No es desdeñable la habilidad de Putin para limar asperezas con un
"yo os perdono aquello y vosotros os olvidáis de lo mío" como si los
dos conflictos fueran política y éticamente equiparables.
Y ahora, las recientes matanzas de civiles chechenos, el
actual goteo de soldados rusos muertos o los asaltos de su policía a medios de
comunicación independientes, críticos u opositores en Rusia, no van a impedir
que se pasee con la mejor de sus sonrisas por Europa occidental. En el Reino
Unido ya tuvo su puesta de largo diplomática con el correspondiente five
o'clock tea con la reina. Ni más ni menos. Ahora viene a Madrid y, lo que es
más importante para él, visita Alemania, el principal acreedor de Rusia y
siempre, desde Pedro el Grande, la gran esperanza de todos los que sueñan o
pretenden modernizar. Las relaciones entre Moscú y Berlín sufrieron un serio
quebranto tras el cambio de Gobierno en Alemania y como consecuencia en
especial de los impagos de la deuda después del hundimiento del rublo acaecido
en el verano de 1998.
Ahora la situación puede enderezarse. Un factor capital está
en el cambio de actitud de los líderes occidentales. Una década han necesitado
para abandonar el sueño de ver a Rusia convertida en un Estado de derecho
homologable a las democracias occidentales. Se dan ya por enterados. La máxima
prioridad de todos, aquí y allí, está en el orden, "preferible a la
justicia", como decía Goethe. Y el presidente ruso está dispuesto a poner
en orden la casa Rusia. La centralización se ve como una merma del poder de
virreyes corruptos. Y la lucha contra la delincuencia es tan necesaria que se
está dispuesto a aceptar considerables dosis de "energía". Aunque se
lleve por delante ciertos derechos que en Occidente se consideran intocables.
También pesa el temor a la superpotencia que será China. Hay que mimar a Rusia,
no vaya a llevarse bien (como durante la crisis de Kosovo) con unos chinos que
serán rivales fuertes y conscientes de serlo.
Lo han votado los rusos y nos está convenciendo de que nos
conviene a los occidentales. Es el orden. Esto explica lo bien que le va a
Putin. Pero es de temer que también explique por qué no parece muy halagüeño el
futuro de quienes, en Rusia, osen no estar de acuerdo con sus decisiones, con
sus objetivos y, ante todo, con sus métodos.
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