Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
03.05.2000
TRIBUNA
Quien no entienda o no pueda concebir qué motivos puedan
mover a Xavier Arzalluz a actuar como actúa y decir lo que dice, debe leer un
libro, magníficamente pensado y escrito, que acaba de publicar en la editorial
Espasa una joven académica serbia residente en España. Se llama, paradojas de
la vida, Mira Milosevic. Sólo comparte con el sátrapa el apellido, bastante
común a partir del nombre mítico en Serbia de Milos. Los tristes y los héroes,
historias de nacionalistas serbios es una obra que destaca en la bibliografía
que ha generado la terrible década de palabras envenenadas, bombas sobre
víctimas indiscriminadas, limpieza étnica y frenesí genocida en los Balcanes.
Es un libro fascinante en el que, a partir de historias rememoradas, la autora
explica y disecciona la carrera hacia el mito, la mentira y a la postre la
miseria y la muerte que ha generado en aquella nación balcánica esa ansiedad
identitaria que busca una supuesta liberación colectiva y acaba vomitando
muerte. El lenguaje, la palabra escrita y hablada, pueden ser como la artillería
que prepara el campo de batalla para el asalto de la infantería, para el odio y
su aplicación práctica y física que es el crimen. Lo han sido muchas veces. En
muchas partes del mundo. Lo terrorífico es que comiencen a ser un recurso
aceptable para quienes dicen ser demócratas y aseveran con cada frase ser
respetuosos con la vida y tolerantes como nadie. Que despreciables déspotas,
obsesionados con no caer bajo las ruedas de sus propias máquinas de poder, lo
utilicen, es un drama. Que recurran al mismo unos políticos que algunos
consideramos que compartían nuestros valores básicos de civilización es, además
de una tragedia, un espectáculo frustrante y patético.
Convertir al "otro", al distinto, al de fuera, en
un ser menor, en un individuo que no tiene entidad plena ni por tanto plenos
derechos, ha sido siempre un recurso de quienes movilizan identidades con
objeto de la segregación. Los albaneses, según la doctrina de la Academia de
Ciencias de Belgrado, en su tristemente célebre memorándum de 1985, son gentes
llegadas de fuera a una tierra sagrada serbia, Kosovo. Arribaron ya con mala fe
y la intención de socavar el orden natural existente en una tierra idílica en
la que todos los miembros de una nación, la serbia, vivían supuestamente en
plena armonía. Los kosovares son los inmigrantes que emponzoñan el territorio
sacro y perturban la bucólica e impoluta sociedad de los auténticos seres
humanos, hermanos en la nación por sangre.
Esos perversos individuos, instrumento de una oscura
conspiración exterior contra la pureza del espíritu y la nación sin crisis que,
según el guión, regía en esas tierras desde tiempos inmemoriales, son quienes,
siendo mayoría en Kosovo, hacían necesaria una política de selección. Los
serbios son, según esta doctrina, los únicos que ostentan un derecho natural -o
supranatural- para decidir los destinos de la tierra sagrada. "Esto es lo
que ha conseguido Franco", decía Arzalluz en el Aberri Eguna sobre la
pluralidad en Euskadi, en referencia a los inmigrantes como perturbadores -en
este caso electorales- de la armonía euskaldún. El día de San Vito de 1989, día
clave para entender la tragedia de los Balcanes, Milosevic provocaba el
entusiasmo de centenares de miles de serbios al declararlos los únicos dueños
de Kosovo. Los albaneses eran así declarados oficialmente infrahumanos. Como
los inmigrantes que le han reventado el referéndum y la independencia al PNV,
según Arzalluz.
Milosevic ha llevado a su pueblo a cuatro guerras perdidas,
a la miseria y al ostracismo de la comunidad de sociedades civilizadas. Ni
Arzalluz ni su amigo Arnaldo podrán hacer lo mismo porque carecen de los
medios. Aunque ya se puede dudar cada vez más de que no tengan las intenciones.
La depuración del censo era fácil para Milosevic porque los nombres, la lengua
y la religión establecían en Kosovo lindes étnicas claras. Nuestros
purificadores étnicos lo tendrán más difícil. ¿Entra en el censo un Velasco o
sólo los Belasco? ¿Y, si cambia el nombre el día de reflexión, tiene derecho a
voto Fernando o sólo Pernando? ¿Y un tal Blazkez o Kantalapiedra? ¿Y si Paredes
Manot viviera, podría votar? ¿Y los Martínez? ¿Y quienes descienden de quienes
volcaron en Azkoitia todo su entusiasmo en la lucha del integrismo español
contra la república? ¿Se les arrebata el voto? ¿Y a los vascos que llevan
décadas o siglos en Madrid o Sevilla o a los que viven desde hace mucho menos
en Alicante porque jovencitos Martínez los amenazaron de muerte en Getxo o
Rentería?
Hay perversiones intelectuales que serían una mala broma si
no estuvieran cargadas con semejante potencial de sufrimiento. Pero hoy los
responsables de semejantes tropelías tienen cada vez menos probabilidades de
salir impunes de estas apuestas insensatas. Los que matan masivamente como los
sicarios de Milosevic acaban ante el Tribunal de La Haya. Los que matan aquí
acaban tarde o temprano ante tribunales franceses o españoles. Quienes
alimentan viva la llama del odio étnico desde tribunas y panfletos pueden
beneficiarse de la protección que el Estado constitucional que los ampara y
ellos combaten les garantiza. Pero no podrán evitar el desprecio de la
sociedad, de los ciudadanos y electores.
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