Por HERMANN TERTSCH
El País Jueves,
21.10.99
TRIBUNA
Es muy probable que la causa inmediata de la negativa del
Senado norteamericano a ratificar el Tratado de Prohibición de Pruebas
Nucleares sea el odio de los republicanos más reaccionarios al presidente Bill
Clinton. Es un odio que va mucho más allá de la tradicional y lógica rivalidad
del presidente de un partido y los congresistas de otro. No han conseguido
expulsar de la Casa Blanca a Bill Clinton con oprobio pese a lo mucho que éste
les ha ayudado en generar oportunidades para ello. Y le van a negar el pan y la
sal hasta el final, al margen de las consideraciones electorales, que ya pesan
también en Washington. Por primera vez en 80 años, desde el rechazo a la ratificación
del Tratado de Versalles -para el que sí había buenas razones-, el Senado
norteamericano dinamita un tratado que toda la comunidad internacional
considera positivo y necesario y que hasta Pakistán y la India se mostraban
dispuestos a firmar. La irresponsabilidad de esta decisión es evidente y la
mezquindad de los motivos más inmediatos antes aludidos no lo es menos.
Pero la causa profunda es mucho más grave y es la que ha
sembrado la alarma, y con razón, en todo el mundo y sobre todo entre los
aliados de Washington en la OTAN. El inmenso daño que esta decisión causa a la
Alianza Atlántica y a la seguridad internacional está meridianamente claro.
También para el presidente de la comisión de exteriores del Senado
norteamericano, Jesse Helms. Lo grave es que no le importa, ni a él ni a los
senadores que ha logrado movilizar para esta desgraciada causa. Los argumentos
sobre las dificultades de verificación son sólo burdas excusas.
Tras esa prepotencia y el desprecio por los intereses del
resto del mundo -pero, sobre todo, de los aliados europeos- que siempre se
desprenden de las actuaciones y la retórica de personajes como Jesse Helms,
está la convicción unilateralista, aislacionista y agresiva de quienes ven a
todos los demás como enemigo irreconciliable o rival potencial. Son, algunos
por edad y formación, perfectamente incapaces de ver los intereses comunes en
un mundo tan pequeño y siguen pensando que, como en las épocas de la conquista
del Oeste, las posibilidades y la pradera, el espacio, son infinitos; sólo
confían en la fuerza propia. Sabemos que esta gente existe, pero en las
democracias europeas son hoy personajes excéntricos perfectamente irrelevantes.
Que en Estados Unidos puedan sabotear un tratado firmado por su presidente es
una señal más de la necesidad por parte de la comunidad internacional de
reorganizarse y recuperar la expresión de una multipolaridad que existe, por
mucho que la nieguen los reaccionarios como Jesse Helms o el antiamericanismo
aún nostálgico del polo comunista de la guerra fría.
El Senado norteamericano ha clavado una dura cuña en la
solidaridad transatlántica, ha dado nuevas alas a las ambiciones nucleares de
países pequeños y no tan pequeños y ha suministrado masivo alimento a las
tendencias antiamericanas en todo el mundo. Con Rusia en estado de potencial
desestabilización, China firme en su régimen antidemocrático y posiblemente
expansivo en el próximo milenio, India bajo fuertes tendencias nacionalistas,
Pakistán gobernada por una Junta militar, un mundo árabe siempre en crisis e
Israel con armas nucleares, el Senado norteamericano juega con fuego, pero en
la casa de todos. Los europeos, por ello, los más quemados en el siglo que
ahora acaba, tienen más razón que nunca para hablar con una sola voz y dejar
claro que, también con Washington, el respeto ha de ser un sentimiento mutuo.
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