Por HERMANN TERTSCH
Enviado Especial a Praga
El País Viernes,
05.11.99
REPORTAJE
La República Checa sufre graves problemas económicos tras la
euforia de la 'revolución de terciopelo'
Cuando el miedo se convirtió en esperanza, los regímenes que
vivían del primero tuvieron los días contados. En ninguno de los países
centroeuropeos se produjo en aquel 1989 tan rápidamente ese fascinante proceso
como en la entonces llamada Checoslovaquia, pero sobre todo en Praga, tras la
división, hoy capital de la República Checa. Fue un fenómeno contagioso que
comenzó a percibirse en Praga en enero de aquel año y creció a lo largo del
verano hasta un otoño en el que ya había afectado a toda la sociedad. En
Polonia ya gobernaba Solidaridad y Hungría había abierto sus fronteras a
Occidente. Pero en dichos países habían gobernado unos comunistas reformistas
que desde hacía años se movían en dirección al pluralismo y al respeto de los
derechos humanos. No así en Checoslovaquia. Los checos seguían bajo un régimen
que, aun a principios de octubre, detenía a disidentes y los amenazaba con
"estarse quietos si no querían pagarlo caro". Los comunistas checos,
como el alemán Honecker y como el rumano Ceausescu, parecían decididos a morir
matando. En junio habían aplaudido con entusiasmo la matanza de Tiananmen como
una acción decidida de defensa del socialismo. Nadie podía excluir que
decidieran imitar a sus camaradas chinos.
El escritor y dramaturgo Ivan Klima recuerda que el 1 de
octubre unos policías que le interrogaban en comisaría le advirtieron de que él
y sus colegas deberían cuidarse de proponer a Václav Havel como presidente del
Pen Club Checoslovaco, porque "el Estado lo tomaría como una
provocación". Dos meses más tarde, Havel no era presidente del Pen Club,
sino de la república. Havel es quizás más que nadie en toda Centroeuropa
símbolo de los triunfos y fracasos de su país durante la revolución y los diez
años transcurridos desde entonces. Durante más de dos décadas fue perseguido, encarcelado
y difamado por el régimen ante la pasividad de prácticamente toda la población.
Quienes visitaban entonces a Havel, a Jiri Dienstbier, al anciano y ya
fallecido Jiri Hayek, que tan impresionante testimonio dio al denunciar la
invasión de 1968 ante la Asamblea de las Naciones Unidas, y a otros firmantes
de Carta 77, se encontraba a unos disidentes animosos pero absolutamente
aislados. La población los consideraba unos soñadores. La inmensa mayoría había
decidido, después del trauma del 68, entrar en un pacto con la dictadura. No
escrito pero respetado por casi todos, establecía que los ciudadanos no se
metían en política, utilizaban en público el lenguaje del régimen y éste a
cambio respetaba su intimidad familiar y su participación en la gran trama de
pequeñas corruptelas de que consistía la vida cotidiana. Este pacto comenzó a
resquebrajarse con la llegada de Gorbachov al poder y quedó roto cuando los
checos vieron que polacos y húngaros conquistaban paso a paso libertades y
democracia.
Havel era la conciencia de los checos, su mala conciencia,
porque les recordaba siempre su carácter acomodaticio con los males, su
fatalismo y su falta de coraje para la lucha. Y de repente, en aquel otoño, los
checos rompieron con el fatalismo, se despojaron del carácter acomodaticio y se
llenaron de coraje y reconocieron en Havel a su líder. Fue la victoria de los
ideales frente al oportunismo, de la esperanza frente al miedo. Fue un momento
inolvidable en el que las miradas de los checos resplandecían de orgullo y esperanza.
Hoy ya no son tiempos heroicos. Tampoco en la República
Checa. Muy pronto, después de 1989, en la lucha de los dos Václavs, Havel y
Klaus, venció este último, un tecnócrata que nunca había levantado la voz bajo
los comunistas pero que, caídos éstos, descubrió la ideología anticomunista y
el neoliberalismo más implacable. Los ideales eran derrotados una vez más. La
devoción por el dinero y el darwinismo social de Klaus se convirtieron en moda
y no había sitio en Europa donde se utilizara más esa frase despectiva tan
americana de condena de "ése es un perdedor". Había que ser un
triunfador por encima de todos, y los disidentes idealistas, salvo Havel en su
cargo de jefe del Estado, fueron quedando marginados del poder. Los checos se
lanzaron a una privatización del "todo vale" sin apenas marco legal
ni control y todo se fue privatizando menos los bancos, que Klaus quería tener
controlados para dirigir el proceso. En 1997 vino el desastre y hoy la
República Checa, que todos presentaban como el alumno favorito para entrar el
primero en la UE, va a tener serios problemas por su situación económica, por
una arrogancia -herencia de Klaus- que tiene mucho que ver con el crecimiento
de los sentimientos xenófobos y los ataques contra los gitanos, con una corrupción
rampante y unas luchas entre los partidos democráticos que ya han generado un
espectacular crecimiento del partido comunista. Los checos tienen otra vez, 10
años después de su revolución de terciopelo, muchos motivos para la preocupación
colectiva.
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