Por HERMANN TERTSCH
El País Jueves,
20.07.2000
TRIBUNA
En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial embarrancó
en la costa guipuzcoana un submarino alemán. La tripulación tuvo mucha suerte.
Sus miembros rescatados ilesos pasaron el resto de la guerra en el Balneario de
San Juan en Azkoitia, hoy por desgracia desaparecido al igual que la vieja
torre junto al mismo. Sus anfitriones los recordaban décadas después con mucho
afecto. "Qué corteses eran todos. Venían mucho a la biblioteca a pedir
libros y siempre los devolvían el día prometido. Iban impecables y eran
educadísimos. Saludaban a golpe de tacón. Unos auténticos caballeros",
recuerdo comentar a mi abuela. De pequeño, en San Juan, los imaginaba paseando
por la frondosa ribera del Urola, leyendo a Verlaine y a Novalis, citando a
Goethe y a Schiller en culta conversación entre ellos y saludando cortésmente a
las jovencitas de los caseríos adyacentes. Unos auténticos "Junkers"
desembarcados en Azkoitia. Los Junkers eran los miembros de la pequeña
aristocracia rural prusiana, principal fuente de cuadros e ideología del
bismarckismo, cuyo mundo fue tan magníficamente retratado por Theodor Fontane
en su célebre novela Der Stechlin.
Pero la ingenuidad infantil es efímera y el tiempo nos
impone una lucidez tantas veces árida y ácida. Llegó un día en que, de repente
casi, fui consciente de que aquellos caballeros elegantes e ilustrados, hasta
su encontronazo con unas amables rocas, creo que entre Guetaria y Zumaya,
habían estado dedicados al hundimiento de buques, de guerra por supuesto, pero
también mercantes y de pasajeros, todo ello por encargo del almirante Alfred
Dönitz, aquel hombre que tan rápidamente pasó de gran militar a lacayo de
Hitler.
Todo lo hicieron por una causa, en una guerra. Seguro que no
eran nazis todos y que muchos no disfrutaban hundiendo buques civiles. Ni el
cocinero, ni los marinos, ni los pinches, ni siquiera los oficiales y el
capitán se mancharon jamás las manos de sangre en sentido literal. No participaron
en matanzas de polacos, judíos o rusos. Nunca quemaron a serbios vivos en sus
iglesias ni arrasaron pueblos griegos. Sin embargo, desde que supe de sus
labores en el Atlántico, nunca pude volver a imaginarlos leyendo poesía junto
al Urola, compartiendo mis gustos y mis valores. Dejaron para siempre de formar
parte de esa comunidad de seres humanos, del pasado, del presente y del futuro,
a la que se aspira a pertenecer, porque en su compañía imaginada uno se siente
un poco mejor persona cada día y arropado por la calidad humana.
En los tiempos en los que aquellos náufragos alemanes
paseaban por Azkoitia y -imaginaba yo- se fotografiaban seguramente con una
flamante cámara Zeiss frente al palacio de los Caballeritos, ese símbolo
olvidado de la ilustración y la lucha de los individuos libres contra el
oscurantismo, un compatriota suyo, Franz Von Papen, ya sólo era embajador del
Tercer Reich en Turquía, puesto menor en tiempos tan tempestuosos. Tan lejos
aquello de los bosques de San Juan y de Loyola. Y, sin embargo, aquel remoto y
ya acabado embajador Von Papen era uno de los hombres con mayor responsabilidad
de la presencia de todos aquellos soldados alemanes en la tierra de San
Ignacio.
Von Papen no era prusiano. Nacido en Westfalia en una vieja
familia católica, fue un líder prometedor del llamado nacionalcatolicismo en la
década de los veinte. Piadoso, tradicionalista, siempre defensor de los valores
patrios, estaba convencido de que el constitucionalismo del canciller Heinrich
Bruning en la República de Weimar no podía ofrecer las defensas necesarias a
Alemania contra las ideas foráneas, sobre todo las bolcheviques, que ponían en
peligro la esencia misma de la nación. Gracias al presidente Von Hindenburg y
al también militar Kurt Schleicher, Von Papen consiguió derribar a los
defensores de la constitución. Asumió la cancillería y disolvió el parlamento
de Weimar el 12 de septiembre de 1932. En los meses posteriores, levantó todas
las limitaciones a las actividades paramilitares del Partido NacionalSocialista
Obrero Alemán. Se fue alejando cada vez más de sus correligionarios del Partido
Católico del Centro y acercando a los nacionalsocialistas.
La violencia ejercida contra los enemigos de su causa
comenzó a parecerle legítima a este católico tan obsesionado antes por el
orden. La legalidad empezó a parecerle un valor muy relativo, incluso
despreciable ante la grandeza de los designios de la patria y los propios como
líder. Cesado por el presidente de la república a instancias de quien había
sido su mentor, consumó el salto irreversible: entró en negociaciones, primero
secretas, después abiertas, con Hitler. Hubo acuerdo. En su soberbia y ambición
infinitas, Von Papen estaba convencido de que sería él quien dirigiría el gran
frente unitario de las fuerzas nacionales alemanas contra el enemigo exterior e
interior. Pensaba hacerlo de una forma autoritaria pero en absoluto criminal.
Él, creía, podría poner freno a las veleidades violentas del partido nazi de
aquel pequeño histrión austriaco de clase baja.
Fue él quien propuso y elevó a Hitler a la cancillería,
gracias a sus propios escaños en el parlamento y tras vencer las dudas que
albergaba al respecto el ya senil presidente Hindenburg. No tardó aquel
católico anticomunista en entender lo mucho que se había equivocado. Pronto era
un títere patético a merced de la tiranía de quienes despreciaban la vida. En
1934 cesó como vicecanciller. Durante cuatro años sirvió de pelele de los nazis
como embajador en Austria, dedicado a los preparativos para el Anschluss (la anexión).
Después Hitler lo aparcaría con desprecio en Ankara.
Von Papen nunca mató a nadie. Es de suponer que nunca habría
podido hacerlo. Era un hombre de conducta personal intachable, de educación
exquisita. Tenía tan poco en común con los rufianes y delincuentes que formaban
parte de los Camisas Pardas de la SA como, por ejemplo, Xabier Arzalluz con los
niñatos intoxicados de patria que mantienen ocupada desde hace años la calle
Jon Bilbao de la Parte Vieja donostiarra. Pero en el momento clave de su vida,
el impecable hombre de orden Von Papen cruzó la frontera invisible y se alejó
de esa gran comunidad imaginada que ve en la vida de todo y cada uno de los
individuos humanos un valor supremo y sagrado. Y acabó mano a mano con los
Camisas Pardas en la carrera hacia el crimen y la catástrofe. ¿Cómo llega un
hombre maduro y culto, en una sociedad moderna y libre, a emprender semejante
camino?
Muchos lo han estudiado desde los ángulos más variados.
Ambición, obcecación, fanatismo o cálculo, todo se ha dicho sobre Von Papen. En
todo caso, algún móvil muy poderoso lo llevó a negociar, especular y medrar con
la vida y la muerte de otros. La clave de su comportamiento radica
probablemente en que este católico llegó a odiar más a sus adversarios
políticos que al crimen y sus pontífices. Su miedo al fracaso e incapacidad de
arrepentimiento le llevaron a ignorar principios supremos. Fracasó de todas
formas. Pactó con el nazismo para imponer sus planes y sus ideas y sucumbió
humillantemente ante un Hitler que lo despreciaba profundamente como demostraba
una y otra vez. Fue Von Papen, con su política de pactos, quien entregó a
Hitler los instrumentos necesarios para el genocidio, el colaborador necesario
para las muertes aisladas primero, la guerra de tierra calcinada y los campos
de exterminio después.
Von Papen nunca estuvo en Azkoitia, pero tuvo gran parte de
la culpa de que allí se hallaran, al final de una guerra con cincuenta millones
de muertos y la civilización en llamas, unos hombres jóvenes alemanes que
podrían haber tenido un pasado más digno y un futuro mejor.
Su vanidad y su soberbia, su incapacidad para admitir
errores y para ver y sentir la línea que separa la civilización del crimen, le
costaron unos años de cárcel impuestos en Nuremberg. Pero sobre todo le
costaron el saber lo sucedido y de su responsabilidad. Hasta el final de sus
días tuvo que vivir con el recuerdo de los crímenes que había comprendido
primero, explicado después y al final favorecido e incluso inducido. Y
consciente por supuesto del desprecio que por sus actos sentían todas las
personas y sociedades con dignidad y compasión. Todo ya demasiado tarde para
Von Papen, el de Westfalia. ¿También para el de Azkoitia?
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