Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
23.09.2000
TRIBUNA
Slobodan Milosevic va a las urnas sabiendo que ya no ganaría
jamás unas elecciones ya no limpias sino medianamente atusadas. Pero le da
igual. Milosevic no tiene siquiera que ganar unas elecciones tan corruptas como
todo ese régimen político-mafioso que dirige y ¡ay! por desgracia también poco
menos como esa sociedad que tutela, oprime y reprime. En Serbia hay mucha gente
digna, muchos héroes anónimos, mucho orgullo que no es odio, pero el tejido
social ha llegado a ese máximo grado de putrefacción en el que es prácticamente
imposible sobrevivir desde la honradez, aun cuando los mejores busquen recodos
para salvar su honestidad. El mecanismo perverso de aparatos como el de Slobo
es obligar a sus súbditos a la complicidad, ya sea llevando a miles de jóvenes
por la senda del crimen, ya por hacer inviable la subsistencia sin
irregularidades o ilegalidades que convierten al ciudadano en rehén del
poder. El mal que, a principios de la pasada década, inoculó Milosevic al
discurso político nacional serbio ha infectado tanto al cuerpo social que ni
los peores enemigos del sátrapa pueden permitirse contradecirlo. Estarían
condenados y lo saben. De ahí la retórica nacionalista y antioccidental de los
líderes de la oposición, aunque muchos, muchos defensores de la sociedad civil,
sostengan posturas divergentes. Pero no se pueden ganar hoy día elecciones en
Serbia con el llamamiento a la construcción de un Estado de derecho y el
reconocimiento de la miseria moral que este régimen ha logrado generalizar
desde que decidió defenderse en su estructura de poder frente a la ofensiva
democratizadora en Europa Central y Oriental allá en 1989.
Milosevic y su aparato no han sufrido la derrota necesaria
para provocar la catarsis antinazi que es imprescindible para que Serbia se una
a la corriente democrática que, con todas sus dificultades y sus inmensos
obstáculos culturales, han emprendido el resto de los países de los Balcanes.
Cuando se ha llegado tan lejos en el crimen y en la derrota sistemática como en
Serbia bajo Milosevic, la sociedad necesita algo más que un relevo en el cargo
de presidente. Primero porque Slobo seguirá mandando gracias a su mayoría en el
Parlamento. Y segundo porque da perfectamente igual qué cargo ocupa, o que
ocupe alguno, si controla los resortes del poder.
En esto ha sido sincero en su artículo publicado el
miércoles en EL PAÍS el candidato a la presidencia de la oposición, Vojislav
Kostunica. Aunque le otorgara con condescendencia la victoria su rival
Milosevic, el nuevo presidente tendría que mantener un pulso permanente con un
aparato que lo tiene todo y que lo ganaría todo cuando se tratase de
salvaguardar sus privilegios y su impunidad por desmanes y delitos cometidos en
el pasado.
Todo puede pasar en eso que todavía algunos llaman
Yugoslavia menos que Milosevic pierda pacíficamente el poder. Un golpe más
policial que militar no es improbable, el pucherazo es seguro y la lucha entre
quienes tienen claros sus intereses que están en la supervivencia política y
económica y quienes defienden confusos y difusos mensajes y proyectos con buena
voluntad.
La desnazificación de la propia idea de identidad en Serbia
no se va a producir con estas elecciones. Por desgracia. Porque algunos en la
oposición como Vuk Draskovic ante todo pero en cierta medida también Djindjic
han sido en algún momento cómplices del régimen criminal y otros, como
Kostunica, no pueden hacerse con un discurso libre para sacar a Serbia de este
atolladero histórico. De ahí que la victoria de la oposición en las
presidenciales sea, dicho en términos leninistas, una agudización del
conflicto. Pero sólo eso. Por desgracia, nada que se parezca a la apertura de
una senda para que los serbios se unan a los europeos en libertad y razón.
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