Por HERMANN TERTSCH
Enviado Especial a Budapest
El País Jueves,
04.11.99
REPORTAJE
Los inmensos cambios producidos en la vida de Hungría en
estos años no han mejorado la imagen de la política
Nadie podía haber imaginado la Hungría de hoy entonces, allá
en el verano de 1989, cuando el Gobierno de Budapest, por iniciativa de su
ministro de Exteriores Gyula Horn, decidió abrir la frontera hacia Occidente a
las decenas de miles de alemanes orientales. Esto fue el 10 de septiembre.
Aquel día dejó de existir el telón de acero, que se había levantado en 1948
desde el mar Báltico hasta el Adriático, dividiendo Europa en dos mundos
antagónicos. Los húngaros desempeñaron así, en la unificación de Alemania y
Europa, un papel que, en palabras de Hans-Dietrich Genscher y Helmut Kohl, el
mundo, y sobre todo sus compatriotas, "jamás olvidarían".
No fue una decisión fácil. Nadie sabía el giro que podían
tomar los acontecimientos en Alemania oriental ni en Moscú. El Pacto de Varsovia
aún existía. Hoy, todo aquello es historia y la inmensa mayoría de los húngaros
recuerda los sucesos de hace una década como si hubieran pasado cinco o seis.
El ritmo de los cambios ha sido vertiginoso.
Dos años después de la caída del muro, Hungría ya había
conseguido establecer todo el marco legal e institucional de la democracia; una
década después es miembro de la OTAN y candidato a la integración en la Unión
Europea. Su expectativa de vida ha aumentado un año; su renta per cápita,
en casi un 50%; su inflación no tiene más que un dígito; el crecimiento ronda
el 5%; el paro es casi el mismo después de mucha reestructuración y
privatización, y hasta el índice de suicidios, mal hábito del que Budapest
siempre ha sido capital mundial, ha bajado de casi 40 por 100.000 habitantes al
más aceptable de 31,44.
Las cifras son sorprendentes, pero más aún lo es que los
húngaros estén lejos de sentirse satisfechos. Los inmensos cambios que la
política ha producido directamente en la vida de toda la población a lo largo
de estos años no se han traducido más que en hartazgo de la política, mucha
frustración en los no beneficiados por los cambios y adoración del dinero en
los beneficiados.
Para comprender la profundidad de los cambios sobre la vida
de las personas baste el hecho de que un 90% de la población -se dice pronto-
trabaja hoy en un puesto distinto al que tenía hace una década, como señala
Imre Pozsgay, quien fuera el más osado reformista entre los dirigentes
comunistas de Europa oriental en aquella época. A principios del año 1989,
Pozsgay declaraba a EL PAÍS en Budapest que "el partido comunista camina
hacia la socialdemocracia". "Anatema", gritó entonces la mayoría
del partido ante algo que nadie se había atrevido a decir hasta entonces. Y
hubo advertencias serias de los partidos hermanos. Ahora, en un puesto de
rector universitario y algo marginado de la turbulenta escena política húngara,
Pozsgay recuerda cómo desde dichas declaraciones hasta la disolución del
partido comunista sólo pasaron nueve meses.
"La velocidad del cambio fue tremenda. El balance es
hoy, sin duda, positivo", dice, "si bien hay que indicar que el
precio que han pagado los húngaros ha sido altísimo. De ahí viene esa
desilusión tan presente. Se identificó libertad y democracia con bienestar. Y
los partidos se dedicaron a fomentar esta idea". Las promesas de los
partidos en las primeras elecciones no hicieron sino fortalecerla.
Pozsgay fue el primer dirigente comunista en buscar el
diálogo con los llamados "enemigos del socialismo". Desde 1956, y
para intentar superar el trauma del aplastamiento bajo los carros de combate
soviéticos de aquel levantamiento popular, el líder Janos Kadar había aplicado
su lema de "quien no está contra mí está conmigo", invirtiendo así la
política estalinista de la exigencia de obediencia y sumisión incondicional.
Pero gentes como Gabor Demszky estaban contra él, y contra
éstas, la policía política actuaba sin mayores contemplaciones. En 1977,
Demszky firmó la Carta 77 de la disidencia checoslovaca y poco después puso en
marcha AB Independent Publishing House, una de las editoras de publicaciones
ilegales Samizdat más activas y pronto legendarias.
Allí publicaba desde teóricos del liberalismo como John
Stuart Mill hasta contemporáneos como Hans Magnus Enzensberger. Y en los años
ochenta, como editor de la revista clandestina Hirmondó, era de los
disidentes más vigilados, pero también de las mejores fuentes para observadores
y periodistas extranjeros. Hoy, Demszky es el alcalde más popular que Budapest
ha tenido. Ha ganado tres veces por amplia mayoría absoluta, pese a que su
partido, el de los Demócratas Libres (SzDSz), pasa por una crisis después de
haber gobernado con los excomunistas desde 1994 hasta 1998.
También Demszky hace un balance positivo de la transición
democrática y las reformas económicas al recibir a su interlocutor de antaño en
su despacho del Ayuntamiento de Budapest. Pero se muestra preocupado por el
estilo político y las tentaciones del actual Gobierno, una alianza del
mayoritario Fidesz del primer ministro Viktor Orban con el Partido de los
Pequeños Propietarios y la Cristianodemocracia. Paradójicamente, es Fidesz, que
partió de unos postulados ideológicos liberales como los que defiende Demszky
desde siempre, el que, según sus críticos, ha adoptado una política autoritaria
y una retórica antiliberal que asusta a muchos. A esta política agresiva de
descalificación de la oposición atribuyen muchos el hecho de que Fidesz pierde
en las últimas encuestas casi 20 puntos respecto a su victoria hace un año y
medio.
Hungría tiene, por tanto, 10 años después, una democracia
consolidada y una economía en crecimiento, cuyos beneficios se reparten tan
injustamente como en casi todas partes. Tienen mucho de que congratularse los
húngaros y, sin embargo, se quejan como siempre. Nadie quiere volver al
comunismo, pero todos han despertado del sueño capitalista. Todos, menos los
que lo viven.
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