Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
19.08.2000
TRIBUNA: LA OFENSIVA TERRORISTA
"Es que no sabéis, no sabéis lo crecidos que están
ellos y lo achantados que estamos los demás". Nos lo contaba, en voz muy
baja, casi susurrante, un amigo. Fue hace un par de semanas en el bar Naroki,
allí junto a lo que queda de la que fuera en su día boyante fábrica de armas de
La Esperanza. "Ni con amigos puedes. Sólo con amigos muy amigos. Y en
familia mal porque cuando dices que no te gusta, que te da asco, le metes miedo
en el cuerpo a la ama. Enseguida se pone a pensar que te va a pasar algo. Por
supuesto que son nazis, pero es que están chulos, muy chulos". El Naroki
es un bar que conozco bien, como todos los de Markina. Lo abrió un as de la
cesta punta, Chino Bengoa, con lo que no se gastó en correrías de lo mucho
ganado en frontones americanos. Hay allí música y excelentes copas con limón
frotado en los bordes del vaso. Pero de alguna cosa no se habla con el tono de
los corredores de apuestas en la vecina Universidad de la Pelota, gran cantera
de pelotaris. Se utiliza un susurro que evoca a Anna Frank en su escondite en
Amsterdam mientras el paso marcial de las tropas alemanas martilleaba el
pavimento. En Markina no hay invasores. Por no haber no hay ni Guardia Civil
desde hace muchos años. "Me han llamado amigas diciendo que han tenido
pesadillas esta noche. A todos nos duele la cabeza", me contaba ayer por
teléfono una señora del pueblo que, sin embargo, considera que "hagan lo
que hagan, los de aquí siempre estarán con los de aquí". Por eso, asegura,
en el pueblo no hay quien levante la voz contra el homenaje a un asesino
múltiple que tuvo un accidente cuando iba a matar a alguien. Muy al contrario
que él, que mataba, los demócratas habríamos preferido verle vivo entrando
esposado en la Audiencia Nacional para responsabilizarse de sus crímenes.
Mayo, otro pelotari de la generación anterior, abrió un bar
junto al ayuntamiento. Murió a tiempo para no ver las pancartas y pintadas que
esta semana han homenajeado al asesino junto a su casa. "Unos txoruas, trabajar
es lo que deberían", solía decir cuando los más aventajados patriotas
jovencitos del pueblo montaban una bronca por las calles, convencidos por la
escuela y el ideario de formación del espíritu nacional de que sufren una
insoportable opresión.
Markina era un pueblo muy pacífico. Posiblemente sea esto lo
grave. Mientras en las vecinas Ondarroa o Ermua, Elgoibar o Eibar los muy
revolucionarios y valientes actos de quemar mobiliario público y amedrentar a
personas son tradición desde principios de los ochenta, en Markina esto no
pasaba. Aquí ha sucedido algo más grave. Entre los menos de 5.000 habitantes
del pueblo ha cuajado la convicción de que la minoría que impuso el acuerdo
municipal del miércoles en el ayuntamiento puede convertir su vida en un
infierno. Y para qué soportar un infierno como peaje para objetivos
mítico-políticos que el caudillo del PNV considera ideales. No hay héroes, como
bien resaltaba la patética figura de su alcalde Ángel Kareaga. No los hay
cuando más se necesitan que es cuando la sociedad está enferma y está enferma
porque algunos dirigentes han creído poder lograr fines profanos saltándose
principios sagrados. Kareaga ha tenido al menos el supremo coraje de reconocer
que tiene miedo y que actúa por miedo. En mi Markina de la niñez y de siempre,
las gentes hoy se distinguen ya sólo entre quienes reconocen tener miedo y
quienes consideran que la vida es tener miedo. Después quedan los pocos que lo
imponen. Muy pocos. Cabrían quizás en el Naroki. No se trata de meterlos allí
para desnazificarlos. Estarían demasiado cómodos entre sí. Pero el estado de
derecho tiene medios y debe aplicarlos. No solo para que cada vez sean menos en
Markina. Sino para que los markineses puedan hablar en voz alta y con dignidad
en el Naroki y en el Mayo. Y en unos años puedan pensar que este miedo sólo era
un mal sueño.
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